La atmósfera de aquel lugar se había impregnado de un olor aún más extraño. El color de las paredes ahora se tornaba oscuro y ni siquiera quedaba rastro de los aparentes rayos de sol que cubrían los pasillos de aquel lugar horas antes.
Tras aquel pinchazo, el cuello de Carmela había comenzado a enrojecer lentamente. Poco a poco pequeñas pústulas anaranjadas comenzaron a surgir alrededor del aguijón de metal, mientras éste adoptaba la forma del cráter de un volcán del que pronto comenzarían a supurar pequeñas fugas de pus. El bubón que se desarrollaba lentamente en el cuello de Carmela bebía, sin tregua, de las glándulas linfáticas de la joven.
A pesar del lento desarrollo de la infección, la joven recuperaba la consciencia en determinados momentos con la esperanza de conseguir averiguar dónde se encontraba realmente. A tientas palpaba su sudoroso rostro para cerciorarse de que no había sufrido más lesión que la que se desarrollaba lentamente en un lado de su cuello.
En uno de esos momentos de lucidez, Carmela había conseguido acostumbrar a sus pupilas a la ausencia casi total de luz. Sus ojos tanteaban el espacio de la habitación en la que se encontraba. Averiguaban, además de la cama en la que yacía, un montón de muebles viejos y destartalados, carcomidos y oxidados, amontonados en un viejo rincón donde se mezclaban mesas, sillas, armarios y maniquíes, como si se tratase de una antigua tienda de ropa.
En la otra esquina de la habitación, los ojos de Carmela habían conseguido discernir una gran montaña de tela. Parecían los restos de prendas a medio hacer o incluso los jirones de antiguas colchas y edredones.
Aquel lugar cada vez asustaba más a Carmela cuando se despertaba de su enfermizo letargo. La enfermedad poco a poco consumía más sus órganos, pero ella ni siquiera podía darse cuenta. La infección cabalgaba ya por todas y cada una de sus terminaciones nerviosas. Tan sólo faltaba una señal, un segundo pinchazo, un poco más de aquel veneno para que Carmela cambiase por completo para convertirse en todo aquello que siempre detestó.
Una nueva dosis de líquido destaparía de una vez por todas la caja de Pandora, de la que no sólo saldrían los males del mundo, sino que saldrían también los encargados de crear aquellos males. Faltaba poco, muy poco...
- Sigue sedada - dijo con voz queda-
- Muy bien, esperaremos a que despierte para que ella misma pueda verlo - contestó otro hombre casi con susurros, esperando, por encima de todo, no despertar a Carmela, que yacía ajena a toda la responsabilidad que en pocos minutos caería sobre sus hombros para el resto de la eternidad.
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