martes, 5 de mayo de 2009

Cuando colgó el teléfono, Carmela supo que tenía que marcharse lejos. Cogió cuatro prendas del ropero, un abrigo largo y raído, tres paquetes de tabaco y algo de dinero. El justo para el taxi y un pasaje de ida en avión a cualquier otro continente. Encima de la mesa, junto a los restos del vino de la cena anterior con Jaime, se dejó las llaves del piso y el teléfono móvil. Era todavía de noche cuando llegó al aeropuerto. Apenas había dos mendigos durmiendo, una pareja de novios facturando su equipaje y algún que otro recién llegado que tenía todavía el despiste del jet-lag o la incertidumbre de no saber muy bien cómo llegar al centro de la ciudad. Carmela tenía la impresión de que todos los que se cruzaban con ella la estaban mirando. Y no precisamente por su atractivo físico. Aunque hasta hace poco había sido una mujer muy deseada, en los últimos días su aspecto había desmejorado. Tenía motivos, pensó mientras se lavaba la cara en unos baños recién limpiados por el personal del aeropuerto. Los paneles de información indicaban que a las ocho de la mañana había suficientes vuelos como para pasar desapercibida. Solo era cuestión de comprar un billete. El destino le daba igual. Lo único que quería era que esa llamada telefónica no condicionara nunca más su vida. Para eso debía abandonar todo lo que había tardado tanto tiempo en conseguir.

La empleada de Iberia le dio varias opciones. Diversos vuelos que salían una hora y media después. París, Zaragoza o Santiago de Chile. Y, aunque pareciera raro, los dos valían lo mismo. Tardó dos segundos en decidirse.

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